Por Ernesto Palma Frías
Un auto recorre velozmente las calles de la ciudad, que aún duerme después de las celebraciones de fin de año. Conduce una joven mujer y le acompaña su hijo adolescente. En el asiento posterior agoniza un hombre maduro. Han recorrido varios hospitales sin poderlo ingresar. El hombre tiene Covid y porta terminales con oxígeno. Está inconsciente y apenas respira. La mujer es su esposa y el adolescente su hijo. Ambos saben que si no lo atienden pronto, el hombre morirá. –No tenemos cama disponible. –El área Covid está saturada-. Escuchan una y otra vez, mientras buscan desesperadamente un nosocomio.
Unos días atrás, la salud del hombre se deterioraba rápidamente, aún con atención médica y costosos tratamientos. –Tenemos que hospitalizarlo o morirá-. Fue la tajante indicación del médico tratante. El jovencito miró a su padre agonizante y le musitó: -No te mueras… aún te necesito-.
Esa fue quizás, la última frase que escuchó el padre, antes de entrar en estado de coma. A medida que transcurría aquél fatídico 10 de enero, las posibilidades de que el hombre sobreviviera, se extinguían, entre las negativas para hospitalizarlo. Sin embargo, la mujer y su hijo no dejaban de intentarlo. Caía la tarde sobre una triste y congestionada urbe, cuando la mujer decidió estacionar el vehículo en el área de Urgencias de un hospital privado. –Señora, lo podemos valorar, pero no hospitalizarlo. No tenemos camas disponibles en nuestra área Covid-. Señaló la recepcionista.
–Está bien, bájenlo por favor, que se está muriendo-. Apenas musitó la mujer, quien apresuradamente se dispuso a abrir la puerta a los camilleros.
Mientras atendían al paciente, la mujer llenó los formularios y se retiró rápidamente del hospital. –Vámonos.- Le indicó a su desconcertado hijo. Su plan era dejar a su esposo en el hospital para obligarlos a atenderlo y salvarle la vida. Fue una decisión inteligente y audaz. La mujer recibió varias llamadas del hospital para que se llevara a su esposo. Ella cada vez argumentó su decisión de dejarlo en el área de urgencias, a pesar de que el costo sería estratosférico. –Señora, tiene que llevarse a su esposo. No tenemos camas disponibles. Le vamos a cobrar por hora de estancia en esta área de urgencias-.
Las horas transcurrían y cayó finalmente la noche. La mujer dejó de contestar el teléfono. –Dormiremos en el coche-. El frío arreciaba en el sótano del estacionamiento. Ateridos de frío, medre e hijo sollozaban entre plegarias y ruegos. Apenas amanecía, cuando un mensaje de texto apuñaló el silencio dentro del automóvil. La mujer lo leyó y rompió en llanto. –¿Es algo de papá? – Musitó desgarradoramente el adolescente. –Si. Ya hay una cama disponible. Vamos al hospital-.
Mientras tanto, el hombre fue trasladado al área Covid con un pronóstico poco alentador. Además del cuadro respiratorio, el paciente había desarrollado múltiples complicaciones que ponían en riesgo su vida. El área Covid estaba ubicada en el ala más antigua del conjunto hospitalario. Sus habitaciones aún conservaban un diseño arquitectónico de principios del siglo XX. Techos muy altos, con paredes recubiertas de cal y amplios ventanales verticales, con ventilas cercanas al techo. Sus cortinas eran alargadas, de color gris con vivos multicolores. Las camas eran antiguas, con barandales metálicos. El servicio de enfermería se realizaba con estricto apego a protocolos de protección que obligaba a las enfermeras a portar un uniforme que las cubría totalmente. Además, debían llevar una especie de casco de color azul que les cubría la cabeza y parte de la cara. Llevaban goggles enormes de color negro, que no permitían ningún contacto visual con los pacientes.
El hombre pasó varios días en aquél nosocomio sin recobrar la conciencia. Recibía innumerables medicamentos por vía intravenosa. Estaba reaccionando favorablemente a los múltiples tratamientos que habían indicado los especialistas, entre los que había neumólogos, endocrinólogos, neurólogos, urólogos, gastroenterólogos e internistas.
Contra todo pronóstico, el hombre despertó milagrosamente. Estaba atado de pies y manos a los barandales. Miró sus brazos ennegrecidos. Intentó moverse y sintió algo entre sus piernas. Era una sonda. Trató de identificar el lugar. Nada era reconocible. Una luz tenue entraba a la habitación por encima de las cortinas. No recordaba nada. A lo lejos escuchaba los gritos de alguien que pedía ayuda. Sentía mucho dolor en todo el cuerpo, pero se volvía insoportable al orinar. Quiso gritar, pero descubrió un tubo en su boca. Entonces entró en la habitación un ser misterioso y extraño. Era todo azul, con enormes gafas negras. Se acercó al paciente y lo revisó con sus pequeñas manos azules. Sin decir palabra salió de la habitación. Así, se sucedieron interminables días de dolor, desasosiego, incertidumbre y miedo.
Una mañana entraron a la habitación, varios de esos seres azules, rodearon la cama y lo observaron, como se mira a un animal enjaulado. Uno de ellos le retiró el tubo y otro le quitó las correas de los pies y las manos. Se retiraron y uno de ellos se quedó en la habitación. Tocó delicadamente las manos del paciente y le dijo: Está usted en un hospital. Su familia está esperándolo. Aún está delicado. Soy su enfermera.
A partir de entonces todo cobró sentido. Los recuerdos comenzaron a llegar en cascada. El hombre recuperó paulatinamente la conciencia y superaba el estado crítico. Atrás quedaron el miedo y la desesperación. Ante la imposibilidad de tener contacto con su familia, el hombre se aferró a la comunicación con las enfermeras. Por semanas ellas fueron su contacto con la realidad y con la nueva vida que sentía vibrar en su cuerpo avasallado por el virus.
Una mañana recibió una visita inesperada: su joven esposa, cubierta con el traje azul, cruzó el umbral y él reconoció su voz. Un maremoto de emociones inundó la habitación. Ella estaba impactada por el estado físico del paciente. Él ansioso y desbordante quiso abrazarla, pero aún estaba conectado una máquina. Tan sólo de mirarla, supo que estaba de vuelta a la vida, gracias al amor y a la entereza de aquella mujer y su hijo, quien aprendió la dura lección del sufrimiento y el dolor de perder a un ser amado y la dicha de recuperarlo.
Poco después de aquella visita, el paciente fue trasladado a otra unidad de atención. Aún recuerda con emoción, la valla que formó el equipo de enfermeras el día que lo trasladaron en una camilla. Una de las enfermeras tocó una campana y a continuación todas prorrumpieron en aplausos al paso de la camilla. Era un ritual que señalaba el triunfo de la vida sobre la muerte. Para el hombre, aquellos seres azules dejaron de ser demonios ajenos y distantes. Aquella terrible experiencia los había convertido en verdaderos ángeles.
Han pasado dos años de aquella historia de amor y entereza y el hombre aún despierta sobresaltado mirando los techos alargados y las cortinas siniestras, que parecen recordarle que tiene tiempo prestado. Desde entonces, nada es igual: las heridas sanaron, las fisuras desaparecieron, lo que estaba torcido se enderezó, la oscuridad dio paso a la luz y el tiempo cobró una nueva dimensión, en la que las manecillas del reloj permanecen ancladas a la hora de partir. Los recuerdos de aquella odisea, se convirtieron en asideros que le permiten aferrarse a una existencia que se cuenta por minutos de fe, compasión, amor, esperanza y agradecimiento por la oportunidad de vivir para contarla.